martes, 28 de febrero de 2012

La casa de Horacio Quiroga

 Por: Juan Abel Angélico
 En los últimos días de vacaciones, quise hacer algo distinto.
Tome mi máquina fotográfica, mi libreta de notas y  salí a las 4 de la mañana en mi viejo auto, rumbo  las rutas de Misiones.  Al mediodía ya estaba en   San Ignacio, recorriendo  las ruinas jesuíticas,  agobiado por el intenso calor misionero,  salí del predio con folletos y algunos recuerdos en la mano, ahora solo me faltaba  conocer la casa de Horacio Quiroga. Cuando llegue al auto, la rueda trasera izquierda estaba desinflada, no tenía rueda de auxilio y a esa hora no veía a nadie en la calle para preguntar por una gomería, entonces comencé a caminar, por las subidas y bajadas de las calles del pueblo.  Después de varias cuadras las mismas se convertían en un infinito sendero de tierra colorada,  lentamente el monte se hacía más tupido hasta el punto de que las ramas de los arboles no dejaban ver el cielo. Solo me acompañaba el sonido de mis pasos sobre las hojas y ramas secas con el canto de los pájaros y el revolotear de mariposas de infinitos colores que parecían darme la bienvenida, a ese mundo irreal. Cuando me di cuenta  estaba en un laberinto natural de cañas, pero extrañamente todo era silencio, no escuchaba más mis pasos ni el sonido de la selva, ya no sentía calor ni cansancio. Entonces llegué a un claro, allí sentado en el borde del aljibe estaba un hombre de ojos claros con su barba y cabellos revueltos,  quien atentamente seguía con su mirada a una pequeña niña,  quién jugaba con su extraña mascota, un coatí, animalito que abunda en Misiones. Cuando me aproximé a la figura delgada, de camisa blanca y de pantalones oscuros,  esta se irguió y sin decir palabras me ofreció un poco de agua fresca, del  balde recién sacado del aljibe, con una taza amarilla enlozada.
El fresco del agua me hizo bien, me  recupere de la incipiente insolación que me regalo el  fuerte sol misionero, adelante del aljibe unos metros más allá estaba una  casa toda de piedra.
El extraño tomo de la mano a su hija y me hizo señas que lo siguiera, entre en la casa de muebles sobrios y antiguos  a la derecha sobre una mesa una antigua radio dejaba escuchar un vals,  entre  y me distraje algunos minutos subyugado por la magnífica vista desde la ventana del comedor, parado al lado del pequeño escritorio donde descansaba una máquina de escribir y algunos papeles. De pronto, el ruido del monte volvió, mire hacia atrás y el extraño hombre ya no estaba. Curiosamente la casa de golpe estaba vacía y muerta, solo quedaban unos pocos muebles.
Comprendí que llegue a el lugar que buscaba, entonces salí, recorrí el doble círculo de palmeras que plantó Horacio Quiroga,  el decía que era  un aura mágica que protegería su casa y familia. Visité la réplica de la casa de madera, donde vivió en su primer etapa en San Ignacio , me senté en un banco debajo de la sombra de un árbol y quede dormido, me despertó el sonido de las risas de un hombre y una niña que precian jugar lejos en el monte.
 Tome mis cosas mientras el sol ya caía en el horizonte detrás de los cerros y volví caminando hacia el pueblo, preguntándome quien era ese hombre que vi en la casa de Horacio Quiroga, cerca del rio Paraná en San Ignacio.



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